Por Esther Vivas
Comer: masticar y desmenuzar el alimento en la boca y pasarlo al
estómago, según la definición de la Real Academia Española. Comer, sin
embargo, es mucho más que tragar alimentos. Comer de manera sana y
consciente implica preguntarse de dónde viene lo que consumimos, cómo se
ha elaborado, en qué condiciones, porque pagamos un determinado precio.
Significa tomar el control sobre nuestros hábitos alimentarios y no
delegar. O en otras palabras, significa ser soberanos, poder decidir, en
cuanto a nuestra alimentación. Esta es la esencia de la soberanía
alimentaria.
Fue en 1996, cuando el movimiento internacional de agricultores La
Vía Campesina puso por primera vez este concepto sobre la mesa
coincidiendo con una cumbre de la Organización de las Naciones Unidas
para la Agricultura y la Alimentación ( FAO ) en Roma. Uno de los
objetivos principales era promover la agricultura local, campesina, a
pequeña escala y acabar con las ayudas que recibe la agroindustria para
la exportación y con los excedentes agrícolas, que hacen la competencia
desleal a los pequeños productores. Hoy, esta demanda ya no se
circunscribe tan sólo al mundo campesino, sino que amplios sectores
sociales la reclaman. Alimentarse, y poder decidir cómo hacerlo, es cosa
de todos.
El concepto de soberanía alimentaria fue definido formalmente por La
Vía Campesina como "el derecho de cada nación a mantener y desarrollar
sus alimentos, teniendo en cuenta la diversidad cultural y productiva".
En definitiva , tener soberanía plena para decidir qué se cultiva y qué
se come. Las políticas agrícolas y alimentarias actuales, sin embargo,
no lo permiten. En cuanto a la producción, muchos países se han visto
obligados a abandonar su diversidad agrícola a favor de monocultivos,
que sólo benefician a un puñado de empresas. A nivel comercial, la
soberanía de muchos países está supeditada a los dictados de la
Organización Mundial del Comercio. Y esto, por poner tan sólo un par de
ejemplos.
La esencia de la soberanía alimentaria reside en el "poder decidir":
que los agricultores puedan decidir qué cultivan, que tengan acceso a la
tierra, al agua, a las semillas, y que los consumidores tengamos toda
la información sobre lo que consumimos, que podamos saber cuando un
alimento es transgénico o no. Todo esto hoy resulta imposible. Se
especula con la tierra, se privatizan las semillas, el agua es cada día
más cara, con el etiquetado de un producto apenas sabemos qué comemos,
el Estado español es una de las principales zonas de cultivo de
transgénicos en Europa. La lista podría continuar.
¿Cómo llevar, entonces, esta soberanía alimentaria a la práctica?
Participando en grupos y cooperativas de consumo ecológico, huertos
urbanos, cocina comprometida y de km0, comprando directamente a
campesinos locales y ecológicos. Se trata de iniciativas que ponen en
contacto a productores y consumidores, que establecen relaciones de
confianza y solidaridad entre el campo y la ciudad, que fortalecen el
tejido social, que crean alternativas productivas en el marco de la
economía social y solidaria, y que demuestran que hay hay alternativas.
El reto es hacer llegar esta soberanía alimentaria al conjunto de la
población. Y para ello son necesarios cambios políticos. En el Estado
español es urgente que se prohíba el cultivo de transgénicos, que
contamina la agricultura convencional y ecológica, hace falta un banco
público de tierras que haga accesible la tierra a aquellos que quieren
vivir y trabajar en el campo, es imprescindible una Ley artesana
adecuada a las necesidades del pequeño artesanado, es clave reconvertir
los comedores de centros públicos (escuelas, residencias, universidades,
hospitales... ) en comedores de cocina ecológica y de proximidad con la
compra de productos al campesinado local, e introducir el "saber comer"
en el curriculum escolar .
La soberanía alimentaria es posible. Todo depende de nosotros, de
tomar conciencia, construirla en nuestro día a día y exigir que se lleve
a la práctica. Si queremos, podemos.
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